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domingo, 19 de septiembre de 2010

Los más guapos del mundo

Es septiembre, los madrileños están más guapos que nunca durante este mes. Aún perdura sobre las pieles el barniz de luz de otras latitudes, la caricia morena del viento de otros mares, de otras montañas. El pelo brilla con el recuerdo de las fuentes, las selvas o los glaciares visitados durante las vacaciones. Al menos hasta la segunda mitad de septiembre seguiremos llevando la ropa ligera y despreocupada del tiempo sin pulso, todavía no se han velado del todo los tatuajes de gena, las pecas reflotadas por el calor, siguen danzando pulseras de conchas en los tobillos y las marcas del biquini cruzan los hombros como cicatrices de sol.
Hoy paseamos por los escenarios verticales de esta capital todavía sintiéndonos turistas, los transeúntes despreocupados que recorrieron en agosto plazas nuevas, orillas tibias, montes de aire blanco. Muchos somos aún el recuerdo de nosotros mismos en vacaciones. Tenemos el gesto, la mirada embellecida por los escenarios lejanos que todavía nos acompañan, conservamos el andar descalzo. En septiembre Madrid se riza de viento, los escaparates saldan con melancolía las prendas finas, regresa la tiranía de la zona hora, pero los habitantes nos resistimos a entregarnos a la rutina, a perder definitivamente el feliz esmalte del estío.
Esta ciudad, sin embargo, presumiblemente celosa de los encantos marítimos u oxigenados de otras poblaciones, enseguida nos arrebata el bronceado, nos seca la piel, nos desinfla el pelo. Nuestra versión rejuvenecida y radiante contemplada durante el verano en el retrovisor del coche de camino a la playa, en los espejos con marco de plástico de los apartamentos alquilados o los hoteles baratos se ha quedado en esos cristales. Sufrimos la maldición contraria a la de Dorian Gray: mientras que nuestra mejor faz pervive inalterada en un reflejo, la versión de carne y hueso se deteriora poco a poco con la polución y el estrés, con la brisa árida de la meseta y el bramido de sus cláxones.
Eduardo Verdú

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